A veces creemos que ya hicimos todo el trabajo. Que lo pasado está resuelto, que las heridas cerraron. Pero hay cosas que siguen operando desde lo más profundo, como un sistema que nunca apagamos. Este texto es parte de mi proceso. No es un manifiesto ni una receta. Es un intento honesto de poner en palabras lo que muchas veces callamos. Quizás te veas reflejado, o quizás no. Pero si alguna parte te toca, bienvenida sea la incomodidad. Es ahí donde empieza algo nuevo.
En la vida cargamos mucho más de lo que pensamos. Hay mecanismos dentro nuestro que están tan metidos en la piel que ni los vemos. Por más que uno crea estar despierto o ser consciente, algo viejo, algo automático, sigue tirando de los hilos desde adentro. Y no se va solo porque sí. Para soltarlo, primero hay que animarse a mirar de frente todo lo que uno guarda en el fondo del armario. Lo que duele, lo que da vergüenza, lo que queremos olvidar.
En mi historia, esa sombra empezó temprano. La ausencia de mi madre primero emocional, después física, dejó espacios vacíos que nadie supo llenar. Y la presencia de mi padre, caótica y dañina, fue una compañía que pesaba más que la soledad. Cada discusión, cada silencio, cada gesto que no entendía, fue dejando marcas invisibles que crecieron conmigo, como raíces que se agarran a lo más profundo.
De niña aprendí a leer sus cambios de humor, a caminar con cuidado para no hacer ruido en el piso equivocado. Aprendí a ser fuerte, sí, pero a costa de mí misma. A tapar lo que sentía para sostener lo que otros no podían. Y así, casi sin darme cuenta, me fui olvidando de quién era.
Con los años, me di cuenta de que esas heridas no se quedaron en la infancia. Se vinieron conmigo a la adultez, escondidas bajo decisiones que parecían libres pero no lo eran. En cada relación, en cada búsqueda desesperada de amor o aceptación, estaba el eco de ese hogar roto. Me vi repitiendo patrones, eligiendo desde el vacío, siguiendo un guión que no me pertencia.
No fue hasta que me animé a bajar la guardia, a mirar lo que de verdad había adentro mío, que empecé a entender. No alcanza con decir “yo ya superé mi pasado” si adentro siguen operando viejas heridas como si fueran órdenes. Hay que entrar en esa oscuridad, quedarse un rato, escuchar. Y eso, no voy a mentir, no es fácil. Ni rápido.
La reconstrucción es lenta, y a veces desesperante. No hay atajos. No hay fórmulas mágicas. Hay caídas, enojos, dudas, y también momentos de belleza inesperada. Porque en esas grietas por donde parece colarse todo lo roto, también empieza a entrar la luz. De a poquito.
Hoy entiendo que sanar no es llegar a un lugar perfecto. Es caminar más liviana. Es elegir distinto, aunque me cueste. Es saber que mi valor no depende de que otro me vea o me ame. Es abrazar lo que fui, sin vergüenza.
Este proceso sigue. No sé dónde termina. Tal vez nunca. Pero ya no busco ser otra persona. Busco ser, simplemente, yo. Completa, contradictoria, a veces rota, a veces luminosa. De verdad.
Y para los que están criando a alguien ahora, solo un recordatorio: los niños copian lo que ven, no lo que uno les dice. Sé el ejemplo que a ti mismo te hubiera hecho falta cuando eras pequeño. Sé el refugio que no tuviste.
Al final, lo que uno siembra hoy en ellos, es lo que ellos van a buscar en el mundo mañana.
Con amor,
Karol <3

Deja una respuesta