Una historia que surgió desde un sueño y fue cobrando forma como una metáfora de los vínculos, del miedo a abandonar, de la necesidad de confiar y creer – en otros y en una misma.
Éramos tres.
Encerradas en un lugar que olía a óxido, polvo y olvido. No recordaba desde cuándo estábamos allí. El tiempo se perdía en la monotonía. Las mañanas se parecían a los atardeceres, y las noches a la nada.
No hablábamos del pasado.
Cada una lo llevaba como una piedra en el vientre, y ninguna quería volver a lo que fue antes del encierro.
Pero también sabíamos en lo más profundo, que estábamos allí por ese antes.
Que lo que fuimos nos condujo hasta ese punto.
Y que aunque doliera, el pasado era parte del mapa.
En lugar de hablarlo, compartíamos el calor de las manos, velábamos el sueño de las otras, soñábamos con correr descalzas sobre la hierba.
La primera, Paca, tenía la calma de un lago. Miraba hondo y por largo rato. Su voz acariciaba cuando el miedo apretaba la garganta.
La segunda, Bina, era salvaje, impulsiva, como el viento con tormenta en los ojos. Llevaba consigo rabia y determinación.
Yo era el puente. El lazo entre ellas. Escuchaba. Esperaba. Aprendía el coraje de una y la confianza de la otra.
Una noche, algo cambió.
La pared, que durante años fue solo un fondo frío, empezó a desmoronarse. Literalmente. Un fragmento de ladrillo se desprendió, revelando un pasadizo estrecho al otro lado. Fue Bina quien lo descubrió – rascando con la uña la costura entre los ladrillos.
Nos lanzamos a la acción. Sabíamos que podía ser la única oportunidad. Pero la salida estaba alta. Había que subirse sobre los hombros de una, luego de otra, agarrarse de un soporte metálico y saltar.
Paca fue la primera. Nos posicionamos debajo de ella. Con nuestra ayuda, se encaramó, aferrándose al resbaloso trozo de metal. Se elevó. Era ligera como un susurro. Cuando alcanzó el otro lado, nos quedamos quietas por un momento.
No se giró. Corrió, como habíamos acordado. Directo hacia adelante. Sin detenerse. Cada segundo de duda podía costar la vida.
Luego fue mi turno.
Aún miraba a Bina. Temblaba no por mí, sino por ella. Sabía que al saltar, ella quedaría sola. Que tendría que encontrar la fuerza para alzarse sin ayuda.
– Ve – dijo en voz baja – Tu vida también importa. Yo me las arreglaré.
Esas palabras me cortaron por dentro como una espada.
Por un instante sentí que todos mis miedos estaban en su mirada. Y que esa voz los desenredaba, uno a uno.
Salté.
Corría por un pasadizo oscuro, iluminado solo por mi respiración y el latido de mi corazón. No sabía hacia dónde iba. Pero el aire olía a libertad.
Finalmente llegué al bosque. Me dejé caer al pie de un árbol. Allí esperé. Por días.
Paca nunca regresó.
Dicen que a veces no todos corren hacia el mismo final. Tal vez eligió otra vida. Tal vez ya no era la misma al cruzar los muros.
Pero sé que fue gracias a ella que abrimos el camino. Y en cierto sentido, cada una de nosotras llevaba su sombra dentro.
Bina llegó varios días después. Sucia. Herida. Con los ojos como brasas encendidas. Cuando me vio, dudó. Y luego sonrió.
Corrí hacia ella. Nos fundimos en un abrazo. No hacían falta palabras.
Era como una hermana. Una amiga.
Una parte de mí que había dejado atrás, creyendo que debía elegir entre mí misma o las demás.
Pero ella sobrevivió. Y volvió.
Ahora lo sé.
La libertad no llega sola. Hace falta que otros estén allí, quienes te eleven, quienes te dejen partir, y quienes encuentren el camino, incluso cuando nadie los ve.
Éramos tres.
Cada una distinta.
Cada una necesaria.
Y cada una libre a su manera.
Con amor,
Karol <3

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